Historias de por acá

Una historia mendocina, entre la realidad y los fantasmas

Puede haber sucedido en cualquier carril de Mendoza, en cualquier callejón entre fincas. Historias como estas hay cientos, solo que nadie se anima a contarlas

Entre la cabeza del Lungo y sus pies hay una distancia considerable. Demasiada. La orden de dar un paso tarda más de lo habitual, entonces el pie se separa lento del suelo y casi se arrastra hacia adelante hasta volver a apoyarse. Todos los hombres altos tienen ese andar. No había notado esto hasta que una noche lo vi, o mejor dicho vi su silueta oscura caminando por el callejón, y por un instante pensé que era mi padre con sus dos metros y sus zapatones inmensos. Pero me di cuenta que era el Lungo, no porque mi padre haya muerto hace siete años, sino porque el Lungo tiene acentuado ese paso retardado y largo, como si hubiera alguna falla en sus circuitos. Debe tener unos 50 años, la timidez de un niño y algunos actos infantiles que solo realiza cuando supone que nadie lo ve. 
 

Vive solo en una casa grande, en el frente de una finca no muy cuidada que, dicen, era de sus padres también muertos. Tenía una hermana que se fue a vivir a la ciudad. Unas quince familias viven dispersas en los cuatro kilómetros del callejón, que para una zona rural son vecinos pero que en la urbanidad serían simples desconocidos. Soy el habitante más nuevo. Me mudé hace unos meses y también sería el más nuevo si me hubiera mudado hace unos años, ya que todos nacieron en el callejón y en el callejón también nacieron sus padres y los padres de sus padres.

Para el Lungo soy el vecino más próximo. Su casa está a unos quinientos metros de la mía, en diagonal hacia el sur, callejón de por medio. Desde la ventana de mi cocina puedo ver la tranquera de la finca, parte del frente de su casa, fragmentos de algún techo y no mucho más. El resto lo cubre una espesa arboleda, que para esta zona es toda una rareza.

Alrededor de la casa del Lungo y entremedio de la finca hay muchos animales. Lo sé porque a algunos los veo alguna vez cuando se arriesgan a cruzar el portón hacia el callejón. También cuando vagan por entre los viñedos y dentro de las hijuelas. A otros solo los escucho. Gallinas, patos, pavos, gansos, chivas, algún caballo, gatos y perros. Todos se ven bastante hambreados. A las chivas se las escucha balar mientras buscan un mínimo de pasto en la tierra yerma y terminan estirando el cogote entre los parrales, tratando de arrancar lo poco que haya de verde. Las gallinas suelen llegar al borde del callejón y rascar allí, en busca de algún resto de cualquier cosa. Muchas veces los gansos se escapan, cruzan y caminan los quinientos metros en diagonal para llegar hasta la casa donde vivo,
en donde el jardín está más vivo y se dedican, casi desesperados, a arrancar la chipica con el pico.

Hay una perra marrón, flaca al extremo, que es la única que sigue al Lungo en sus caminatas y que pare regularmente cada cuatro meses. Sus cachorros mueren a las tres semanas, aplastados por los autos que pasan por el callejón o simplemente desaparecen. Ninguno llega a la adultez. El ciclo es siempre igual: La perra pare, los cachorros nacen y mueren y la perra vuelve a parir.

No es que el Lungo no quiera a los animales, no. Lo sé porque a veces lo escucho hablando con ellos y a cada uno les ha dado nombre. Cuando las gallinas se van al callejón, sale a buscarlas y las arrea como si quisiera acariciarlas mientras les da sus argumentos sobre la conveniencia de no asomarse al callejón. Los gatos se le trepan cuando lo ven llegar y él los carga, los lleva abrazados, besándolos. No es que no quiera a los animales. Lo que sucede es que no logra establecer la secuencia trabajo-dinero-alimentación para sus animales y quizás para él tampoco, a juzgar por su delgadez.

Su propiedad es un juntadero de mugre. Las veces que paso frente a su portón, logro ver tres autos y dos camionetas abandonadas desde hace mucho tiempo, y fierros, latas, bolsas de cosas inútiles, todo desparramado desde la entrada y por la huella que bordea la casa y lleva al fondo de la finca. Se ven las ventanas de la casa con los vidrios rotos, tapadas con cartones viejos y clausuradas por algunas maderas que las atraviesan. Se ven un par de puertas también bloqueadas salvo una, la principal, por la que a veces logro ver entrar y salir al Lungo, puerta que él cierra cuidadosamente con cadena y candado cada vez que se va. Tiene dos rifles. Uno es de aire comprimido y el otro, un 22. Cada tanto, casi siempre al atardecer, agarra alguno y sale a “tirar unos tiros”, cuenta el mismo. A veces vuelve con palomas, otras con aguiluchos y, cada tanto, con alguna liebre. 

El Lungo ha vivido siempre de changas. Cosecha, poda, riega, hace tareas rurales de todo tipo. Pero desde hace unos meses, tal vez un año, el Lungo se dedica especialmente a atender una finca que queda sobre el extremo norte del callejón, como a dos kilómetros de su casa. Cuando pasa caminando levanta la mano, dice un “buenas…” y hace un gesto con la cabeza, como una reverencia. Otras, muy pocas, se detiene y entabla una conversación. Fue una de esas veces cuando me contó sobre su trabajo. Dijo que ahora tenía “un laburo fijo” en esa finca y que, además, se dedicaba a cuidar a la viejita que vive allí. Dijo que se llama doña Asunción, que tiene como ochenta años y la describió chiquita y encorvada. Contó que el marido, que había sido el contratista de ese lugar, murió unos cuatro años atrás y que el dueño de la propiedad la dejó seguir viviendo allí.

─Yo mantengo la finca y le ayudo a doña Asunción, le hago los mandados y esas cosas. Me quedo a la noche ahí para cuidarla y ella cocina y comemos juntos ─ me contó el Lungo. Suelo pasar seguido por el frente de esa finca, camino al almacén, pero nunca vi a
doña Asunción ni a nadie. La casa parece abandonada desde hace mucho. En cambio, vi al Lungo allí en los últimos tiempos, haciendo algunas tareas de labranza y lo veo ir y venir de allí a su casa, siempre en las penumbras de los crepúsculos o ya en noche cerrada. Justamente anoche, cuando el Lungo regresaba desde su casa a la de doña Asunción, decidió pararse, saludar y ponerse a hablar conmigo. Las charlas son siempre sobre temas que propone él.

─¿Sabe dónde conseguir pollos, de los de verdad, para comer?─ me preguntó.
Pero sus preguntas nunca son preguntas. Son una excusa para poder dar él mismo una respuesta e iniciar la conversación que necesita mantener. Unas noches antes ya había hecho lo mismo para indicarme dónde encontrar un tambo donde venden quesos caseros. Esta vez quería hacer lo mismo para mandarme a una granja dónde conseguir pollos “de los de verdad”, sin pechugas de plástico ni muslos con hormonas. 
─No, no sé─ le contesté, siguiendo el juego.
Arqueó el lomo, agarró un palito y dibujó en la tierra, como si fuera Cristo, para hacerme un mapita. Dos líneas largas o gordas para los carriles, tres para los callejones y una cruz para la granja con pollos “alimentados a puro maíz”. Después se enderezó, para confirmar que había entendido e hizo la segunda pregunta, la que venía a hacer realmente:
─¿Usté escucha ruidos por la noche?
─¿Cómo qué?─ le dije.
─Ruidos. Como de tropilla. Los que vivían acá antes decían que los escuchaban todas las noches y por eso dejaban las luces de afuera prendidas.

─No, no he escuchado nada.
─Raro. Los que vivían acá, en esta casa donde vive usté, decían que sí los escuchaban. Que fueron a preguntarle a una bruja y que les dijo que todo esto era de un tal Olivares, hace muchos años...
─Ajá...
─Y que al Olivares ese le gustaban mucho los caballos y un día se ahorcó, allá en el fondo...─ y estiró la pera para señalar al fondo de la finca donde vivo, donde pasa la acequia, donde está oscuro y no se ve nada. Y después siguió:
─Dicen que, como le gustaban mucho los caballos, su alma quedó acá nomás, galopando...
─¿Usté escuchó la tropilla alguna vez?─ le pregunté.
─No, nunca ─ dijo, pero su rostro indicó otra cosa. No quiso decir que si, que la escuchó, que la escucha siempre…
─Mejor ya me voy ─ dijo, cortando cualquier posibilidad de pregunta, de extender la charla.
─ Ya es tarde─ dijo ─ Buenas noches…─ y les ordenó a sus pies que siguieran andando, arrastrándose.

 

Esta mañana pasó por casa doña Matilde, una vecina que vive hacia el sur, para venderme huevos caseros. Le dije que sí, que una docena quería, y le pregunté si conocía la historia del tal Olivares y su tropilla.
─Si, acá todos la conocen. Teófilo Olivares se llamaba el señor. ¡Pobre hombre! ─ contestó, y preguntó: ¿Quién se la contó?.
─El Lungo.
─¿Quién es el Lungo?
─El flaco alto, el que vive acá enfrente, el que cuida a doña Asunción ─ le dije. La mujer abrió grande los ojos, perdió su sonrisa eterna y dijo: “Ah”, antes de comenzar a irse. Tan apurada estaba que tuve que recordarle que no me había cobrado los huevos. Al mediodía fui al almacén. Mientras compraba pan pregunté disimuladamente sobre “el flaco alto”.

Me dijeron que se había suicidado de un escopetazo hace cuatro años, después de matar de seis tiros a doña Asunción, a quien consideraba su madre y con la que mantenía una relación incestuosa. Dicen que la mató porque la vieja le había dicho que se había enamorado del tal Olivares.

Ahora que está atardeciendo, estoy esperando que los animales del Lungo comiencen a hacer batifondo reclamando comida. Y también espero volver a ver a mi padre, caminando por el callejón.