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Historias de por acá

Los últimos instantes antes de la muerte

Todos se preguntan cómo será. No hay respuestas y las que hay pueden ser reales o producto de alucinaciones. Morir solo, en un callejón perdido de Mendoza, puede ser un relato fantástico. O no.

Instantes antes de la muerte

Me despierto de golpe. Se terminó el aire. Abro la boca todo lo posible, pero no entra nada. Lo intento otra vez. Nada. ¿Esto será la muerte? Debería tener miedo, estar desesperado, pero apenas estoy sorprendido.

Estoy boca arriba, una posición que no suelo elegir para dormir, pero me siento cómodo. Quizás tendría que haberla usado antes. Habría descansado mejor, habría evitado tantas noches de insomnio. Siento la aspereza de las cobijas en la piel. Dejé de usar sábanas cuando se fue Mirta.

No hay ruidos. Deben ser como las tres de la madrugada, seguro que no más de las cinco. No me acuerdo si puse la alarma del teléfono. Tendría que haberla puesto a las siete, pero no me acuerdo si lo hice. Hace mucho que no necesito el reloj para ordenarme. Ya no tengo que cumplir horarios. Antes de jubilarme me levantaba a las seis, pero la alarma era innecesaria porque, después de veinte años haciendo lo mismo, me despertaba antes de que sonara. Cuando dejé de trabajar seguí poniéndola. Mi padre decía que el descanso no es una costumbre de hombres fuertes.

Abro y cierro la boca, como masticando. No hay caso, no entra aire. ¿Qué seguirá? ¿Tendría que empezar a recordar las cosas que viví como si las estuviera viendo? No puedo. Hay muchas cosas que podría recordar, pero ahora no tengo ganas. Me parece trabajoso. Prefiero estar así, mirando el techo. Es una noche tranquila.

¿Tendría que preocuparme por todo lo que ya no podré hacer? Creo que no. Por más que muriera dentro de treinta años, siempre quedaría algo sin hacer. ¿O debería preocuparme porque no puedo decir una última frase, una de esas que parece inteligente y que merece ser recordada? Alguna frase. Alguna vez leí que Pancho Villa estaba por morir y, justo antes, agarró de la solapa al hombre que tenía al lado y le pidió: “Escriba que dije algo profundo”. Dylan Thomas se pasó la vida escribiendo poesías y cuentos, pero cuentan que su última frase fue: “Tomé dieciocho whiskies seguidos. Creo que es todo un record”. Si este es mi último momento podría decir algo, pero no hay nadie que me escuche. Además, no tengo aire ni para murmurar y no se me ocurre nada para decir. La muerte, si es esto la muerte, no es un momento que permita concentrarse en decir algo inolvidable.

Creo que dejé la luz prendida en el baño. No quise tocar la llave con el cuerpo mojado cuando salí de bañarme. Esa luz prendida va a generar un consumo absurdo y eso se va a notar en la próxima factura. ¿Quién la pagará? ¿Se darán cuenta de que desperdicié energía dejando esa luz prendida?

Giro la cabeza a un lado y al otro. No, no hay aire. Tampoco hay viento afuera. Si hubiera se metería por las hendijas de la ventana, que nunca cerró bien, y podría respirar. Creo.

No sé si no hay aire en ninguna parte y todos están muriendo o si me estoy muriendo solo. Espero que sea eso, que me esté muriendo solo yo. Hay gente que no quisiera que muera, no todavía. Mi hijo, por ejemplo. Hace mucho que no lo veo. Creo que hace más de quince años. Tampoco me llama. Quizá no sepa que seguía vivo y se entere recién ahora, cuando alguien le avise. Pero, ¿quién le va a avisar? Algunos saben que tengo un hijo, pero no tienen ni idea dónde está porque yo tampoco la tengo. Igual, quisiera que él siguiera viviendo. Es un hombre joven, de unos treinta, treinta y cinco años, más o menos. Quizá tenga hijos a los que alimentar, educar, llevar a la escuela, jugar con ellos en la plaza. O quizá no. Quizás sea un hombre de negocios que viaja por todo el mundo. O tal vez esté en la cárcel.

Miro la ventana. Las cortinas están descorridas como todas las noches. Me gusta mirar el cielo desde mi cama. Es una noche estrellada, de cuarto creciente. Puedo ver bien la Cruz del Sur, porque las luces del alumbrado público no molestan en este costado de la casa. Nunca me gustaron las luces del alumbrado público, salvo cuando las pude ver desde lejos, viajando. Salvo en esos momentos, las luces siempre me resultaron invasoras. Rompen la armonía, la tranquilidad. Prefiero la noche virgen. Uno piensa mejor así.

Del otro lado de la cama está el ropero, con el espejo en la puerta. Lo alcanzo a ver de reojo. La cama está vacía.

Siento la boca seca. Creo que dejé un vaso de agua en la mesa de luz, pero no tengo ganas de hacer el esfuerzo de alcanzarlo. Quizás tampoco tenga fuerzas para hacerlo. Intento tragar saliva, pero tampoco tengo saliva. Debe ser porque no hay aire.

Y, porque no hay aire, tampoco siento ese olor que tiene la casa en las madrugadas. Una mezcla de olores. A humo de leña seca, a pan casero que ya se puso agrio, a tierra y sudor, a trapos viejos. A veces siento ese olor en otros momentos del día cuando paso por uno de los ambientes de la casa, un cuartito que debo atravesar cuando voy al baño. No lo siento siempre, solo a veces. Por las mañanas y en algún momento de la tarde. Olor a humedad, a sombras, a ventanas cerradas, a polvo de años. Un olor a todo eso junto, mezclado, transformado en ese olor único que tenía la casa de mi padre. Cuando paso por ahí, por esa pieza y siento el olor, sigo caminando como si caminara hacia atrás. De regreso.

Escucho un ruido. Como si algo estuviera rascando algo. ¿Habrá ratones? O quizás sea el gato. Fredy, mi gato, nunca fue bueno para cazar ratones. Los mira curioso, desde lejos, pero jamás hizo el intento de cazar uno. Los tuve que cazar yo, haciéndoles una trampa con un balde de agua y un señuelo, un pedazo de queso o algo. Los ratones siempre tienen hambre y se mueren ahogados tratando de alcanzarlo. Espero que sea el gato. No me gustaría que, si muero y pasan muchos días, me encuentren comido por los ratones. Decenas de ratones arriba mío, masticándome. Pero si pasan muchos días es posible que sea Fredy el que me coma. Él también siempre tiene hambre. Maúlla cada vez que me ve. A veces le doy comida y se calma. A veces le doy agua y deja de maullar. A veces tiene agua y comida y sigue lamentándose, reclamando. Siempre esperó que me muera para comerme.

¿Y Mirta? Nunca supe más de ella. Tuvimos al niño, lo criamos juntos hasta que terminó la escuela y después se fue. Nunca los busqué ni ellos regresaron. Hace unos años me dijeron que la habían cruzado en la ciudad. Que se veía bien, que iba con un hombre más joven que ella y dos niños pequeños, seguro sus nietos. Dicen que el hombre se parecía a mí.

Nunca supe por qué se fue. No teníamos problemas, pero tampoco nada bueno. Si ella no se hubiera ido, me hubiera ido yo en algún momento. Preferí que se fuera ella. Me gusta esta casa. Después de todo, llegué acá antes que ella. Me la prestó un amigo de mi padre. Me dijo que era un lugar alejado, que nadie quería vivir aquí y que podría quedarme todo el tiempo que quisiera. Que la civilización llegaría en algún momento. Vine, pero la civilización nunca llegó. A Mirta le molestaba la distancia. A mí no. Prefiero el silencio, que no perdí a pesar de que, es cierto, hay algunas casas más en este callejón. Después murió el amigo de mi padre, que no tenía hijos y nadie vino jamás a reclamar nada. Después también murió mi padre. Y mi madre.

Siento algo en el pecho. Una presión, como si me estuvieran tratando de sacar algo de adentro, como si me estuvieran exprimiendo. Por eso no entra el aire. Si me muero quizás no me pudra, me seque. Mi cuerpo se irá absorbiendo y me encontrarán con la piel pegada a los huesos, salvo las partes comidas por los ratones o por Fredy, en donde quedarán los huesos blancos, relamidos. Si me seco no olerá a podrido. Entonces los perros no rondarán la casa. Tampoco los jotes, porque no me verán. Aunque dicen que los jotes presienten la muerte por más que no la vean y comienzan a volar en círculos. Si es así, los que pasen por el callejón se enterarán que he muerto. Golpearán las manos primero y después abrirán la puerta, que jamás he cerrado con llave. Me encontrarán en la cama, seco, como una momia. Si los jotes no vienen, nadie se dará cuenta. En el almacén del pueblo, a donde voy en bicicleta a comprar las cosas, tengo mis cuentas pagas y no preguntarán por mí. Tampoco los vecinos, que apenas me saludan. Quizás les llame la atención cuando vengan a cortar la luz, pero pensarán que me he ido.

La casa se irá derrumbando con el tiempo. Fredy aprenderá a cazar ratones. Es un gato joven y vivirá otros diez años. Después los arbustos y el pastizal taparán todo. Ahora sí, ya no hay aire. Nada. Como siempre, la luz del amanecer entra por la ventana y se refleja en el espejo.

La casa se vuelve naranja.

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