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Historias de por acá

El bromista del pueblo, uno de esos personajes entrañables que existen siempre

Todos los pueblos y las pequeñas ciudades tienen personajes que les dan identidad, que los mejoran la vida. Entre ellos está el bromista insistente, espontáneo, chispeante, creativo. Este es el caso de un vecino de Junín, en Mendoza.

"Coco" el bromista del Pueblo

 “Señora, ¿me vende fiambre?”, preguntó el niño. La mujer lo miró sorprendida. “¡Ahh! ¡Seguro que a vos te mandó el Coco Echegaray! Decile de mi parte, de Catalina Alarcón, que se deje de hacer estas bromas”. Después cerró la puerta de su casa, donde funcionaba también una funeraria.

Para Coco –a quien también apodaban Tractor por ser bajito, fornido y con mucho empuje– las bromas eran un deleite. Tenía una verdulería en la esquina de Segura y Estrella, en Junín, donde también estaba la casa familiar.

Era vecino del Copo de Nieve, del Camote y del Pan Casero, apodos que pueden resultar curiosos en cualquier ciudad, pero en Junín sería extraño que no los tuvieran.

Coco nació en el '24 y hasta el '87, cuando murió con escasos 63 años, se dedicó todos los días a tratar de arrancar una sonrisa.

El bromista del pueblo
 

Tenía una debilidad especial por los más pequeños. Durante muchos años, cada Día del Niño, había grandes reuniones de chicos en la puerta de su negocio. Con su esposa, Paz Blanca García, trabajaba durante varios días preparando pororó, copos de azúcar y algún regalito para ellos. Los repartía después de organizar algún juego en la calle. También hacía esos festejos en alguna escuelita.

“Hasta Mario Abed, que ahora es intendente, venía a casa a festejar cuando era niño”, recuerda hace unos años Coquito Echegaray, uno de sus hijos y quien heredó su apodo, como corresponde.

Siempre había algún niño dando vueltas en su verdulería y el Coco le encargaba algún mandado. “Andá a comprar fiambre acá enfrente”, le pedía a uno, y le indicaba la casa de la familia Alarcón, en donde no había salame pero sí un difunto.

“Andá a la carpintería de Cabrera y pedí que te presten el serrucho de goma”, le encargaba a otro. “Llevate esa damajuana, andá al almacén y pedí que te la llenen de corriente”, le pedía a uno. “Mañana tráiganse escaleras y vayan a cosechar frutillas a la finca de Felino Marinosi”, le decía a otro grupo. A otros les encargaba: “Traigan viruta de la gomería”.

Después, cuando los niños volvían sin haber cumplido sus mandados, les regalaba unas enormes bolsas de caramelos.

Mientras su esposa atendía la verdulería, él hacía el reparto con una carretela. Había bautizado a su caballo con el nombre de Pocas Plumas.

Pero también se dedicaba a organizar actividades recreativas para los grandes. Todos los años convocaba a una carrera de bicicletas para hombres que se disputaba desde la ciudad hasta el dique de Philipps. Sólo había dos condiciones que cumplir. Las bicicletas debían ser para mujeres y toda la familia debía esperar al competidor en la llegada con una vianda, para realizar un almuerzo comunitario.

Además, junto con algunos amigos organizaba los domingos grandes cazuelas en un galón. Eran almuerzos a la canasta: cada cual ponía su parte.

Alguna vez, junto con Raúl Jaunín como socio, rescató del olvido el cine Cervantes. La sala había estado cerrada varios años y el Coco quiso recuperarla. Logró mantenerla en funcionamiento durante seis años. Pero no tenía espíritu de empresario y no hizo negocio con ella.

Su hijo Alberto (Coquito) heredó parte de su carácter, quizás por eso llegó a presidente del Club Alberdi, una entidad donde sólo se realizan actividades sociales y en el que todavía se intenta alimentar la amistad.

Coco Echegaray murió demasiado rápido. Apenas tenía 63 años. Su corazón no quiso más. Lo gastó viviendo.

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