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"Viajamos y leemos para mantener viva la sorpresa y no olvidar la abundancia del mundo"

El autor reflexionó con sobre su libro "Un hijo extranjero", acerca del viaje que realizó a Galati, donde conoció personas que lo ayudaron en su búsqueda sobre la verdadera identidad de su padre.

eduardo berti

A partir de los secretos sobre la verdadera identidad de su padre, Eduardo Berti reconstruye en el libro "Un hijo extranjero" el viaje que realizó a la ciudad rumana de Galati para conocer la casa que habitó su padre, de origen judío, que luego de dejar su país y vivir en Francia emigró a la Argentina, debido a la amenaza que en ese momento representaba el nazismo.

Si bien su padre le reveló algunos hechos de su vida ocurridos antes de establecerse en Argentina, el cambio de apellido que realizó al llegar al puerto de Buenos Aires en medio de la Segunda Guerra Mundial es la información que se guardó para él y que Berti obtuvo luego de publicar la novela "Un padre extranjero". Un amigo leyó esa obra y le facilitó el legajo en el que se revelan los nombres de sus abuelos, el nombre del barco en el que su padre llegó a estas costas y la fecha de arribo.

A partir de esa revelación, Berti realiza un viaje a Galati, recorre las calles y conoce personas que lo ayudan en su búsqueda, y deja testimonio en esta nueva obra, editada por Híbrida. "Escribí los dos libros como una especie de pesquisa, conmovido, fascinado e intrigado por esta reinvención de la identidad. Tratando de entender esto desde mi condición actual de extranjero", afirma en diálogo con la agencia Télam, el escritor, radicado en Francia.


- ¿Cómo fue el vínculo que tuviste con tu padre?
Tuve un vínculo excelente con mi padre. Un vínculo un tanto especial porque él me llevaba 50 años de edad y porque a veces podía ser algo distante. Pero esa distancia caía finalmente y aparecía alguien muy sensible, con el que me unían muchas cosas, por ejemplo el amor por la música y los libros. El vínculo, por supuesto, estuvo teñido por sus secretos. No tanto en mi infancia, cuando yo desconocía los secretos de mi padre, como a partir del momento en que cumplí quince años y él empezó a revelarme algunos de sus secretos. Hablo de esto en “Un padre extranjero”, el libro que precede a “Un hijo extranjero”. Cuento ahí cómo mi padre cada tanto me convocaba a una especie de reunión privada y me contaba, por ejemplo, que la edad que aparecía en su documento de identidad no era su edad verdadera o que antes de casarse con mi madre había pasado por otro matrimonio que yo ignoraba por completo. A estos secretos que él mismo me fue confesando en sus últimos años de vida se sumaron, después de su muerte, otros que fui descubriendo yo. El principal, del que hablo en los dos libros (“Un hijo extranjero” y “Un padre extranjero”) ha sido el cambio de apellido. Y el cambio de religión.


- ¿Pensás que mantuvo en secreto su cambio de nombre por su temor al nazismo?
- Sin dudas. Mi padre se reinventó. Modificó por completo su identidad. Y esa reinvención ocurrió, sobre todo, en el momento en que bajó del barco en el puerto de Buenos Aires, en diciembre de 1939, y tuvo que responder a las preguntas que le hicieron en la aduana. Pero, en verdad, todo había empezado antes. Para que se entienda mejor: mi padre nació en Rumania, en medio de la Primera Guerra Mundial, se mudó más tarde a Francia, con la idea de cursar estudios universitarios, pero contra sus planes decidió escapar de Europa y mudarse a la Argentina cuando vio cómo crecía el nazismo y cómo estallaba la Segunda Guerra Mundial. Mi padre era de familia judía. Nunca fue practicante. Era profundamente antirreligioso, muy crítico con todas las iglesias, con la noción misma de religión. Pero era judío para los nazis y sabía a la perfección lo que algo así significaba en aquellos momentos. De modo que, antes incluso de darle al oficial de la aduana argentina un apellido falso, él había empezado ya en Europa a falsificar varias cosas: su religión, su fecha de nacimiento. Para borrar pistas, obviamente. Pero también para escapar de la convocatoria del ejército rumano, si entiendo bien. Hay detalles que no tengo totalmente claros.

 

Escribí los dos libros como una especie de pesquisa, conmovido, fascinado e intrigado por esta reinvención de la identidad.Eduardo Berti



- ¿Qué cosas te ayudó a sanar en la relación con tu padre, escribir estos libros?
- No escribí estos libros como una terapia para “sanar” o para “superar” alguna cosa en el vínculo con mi padre. Escribí los dos libros como una especie de pesquisa, conmovido, fascinado e intrigado por esta reinvención de la identidad. Tratando de entender un poco mejor las implicancias de un gesto semejante. Tratando de entender esto desde mi condición actual de extranjero (llevo más de dos décadas en Francia), lo que me da en cierto sentido una perspectiva particular, y también desde mi condición de escritor de ficción, lo que me permite tomarme libertades, jugar con hipótesis, inventar un poco.


- ¿Cómo tramitaste el hecho de saber que tu apellido es otro teniendo en cuenta que influye directamente en el tema de la identidad?
- Me sorprendí muchísimo cuando descubrí que mi padre se había cambiado el apellido. Me sorprendí especialmente porque, muchos años antes de saber que él había reemplazado su apellido verdadero por el de Berti, publiqué mi primera novela, “Agua”, donde un personaje hace algo muy parecido y porque, un par de años más tarde, escribí otra novela, “Todos los Funes”, donde el personaje central tiene una suerte de obsesión en torno a un apellido y eso influye directamente en cuestiones de identidad. Es por lo menos curioso, ¿no? Como si yo hubiese presentido o adivinado algo.


- ¿Cómo manejaste las expectativas previas ante la idea de viajar?
- Yo venía postergando desde décadas mi viaje a Rumania. Mi padre tuvo un lazo complicado con su país natal; a veces, pero no siempre, hablaba de él con cierto desprecio o cierto rencor. Supongo que esto influyó un poco en que yo no lo haya visitado antes. Supongo que también influyó el hecho de que me faltaban informaciones concretas sobre la ciudad natal de mi padre. Me faltaban datos y temía que el viaje fuese inútil o una decepción. En cualquier caso, escribí “Un padre extranjero” sin haber viajado a Rumania. Publiqué el libro y, meses después, un amigo que leyó mi novela me envió un regalo imprevisto, asombroso: el legajo que mi padre había presentado en la década de 1950 para pedir y obtener la nacionalidad argentina. El legajo traía una cantidad de datos que a mí me faltaban y que creía perdidos para siempre: la fecha exacta del nacimiento de mi padre, el nombre y el apellido verdadero de mis abuelos, la dirección exacta de la casa donde nació mi padre en la ciudad rumana de Galati, al este de Rumania, casi en la frontera con Ucrania y Moldavia. Con estos y otros datos en la mano me dije que no tenía más excusas para postergar el viaje. Ahora bien, debo confesar que fui con pocas expectativas. Mi idea era pasar dos o tres días en Bucarest -la capital de Rumania, donde mi padre y mis abuelos también vivieron-, dos o tres días en Galati, nada más, y después seguir por otras ciudades en un plan más bien turístico: ciudades que no tienen que ver directamente con la historia de mi familia. Finalmente me quedé un montón de días en Galati y anulé todo lo demás. Esto se debió a que encontré muchas más informaciones de las que esperaba, pero también a que ocurrió entre la ciudad y yo algo que no me dejaba irme tan rápidamente.


- ¿Cómo fue vivir la experiencia de búsqueda de la casa paterna, porque por lo que leí te emocionaste mucho al llegar a la primera casa -que no era- y no te sucedió lo mismo con el domicilio donde finalmente había vivido él?
- No viajé a Galati con la idea de escribir un libro. Para nada. Mi objetivo era emprender un viaje personal. Por supuesto, me llevé una libreta para tomar apuntes. Pero no fui en busca de un libro. El asunto es que el primer día en Galati empezaron a sucederme cosas bastante curiosas. La primera, como bien decís, fue descubrir que la casa natal de mi padre no era realmente la casa natal de mi padre porque la numeración de las calles había cambiado. Este fue apenas el primero de un conjunto de hechos extraños o inquietantes. Entonces sentí que todo lo que me estaba ocurriendo era acaso digno de un libro. Por momentos parecía más ficticio que real.


- ¿En este viaje, qué cosas o personas te sorprendieron?
- Me sorprendió y me conmovió la generosidad, la empatía de los habitantes de Galati. Cuánto me ayudaron en mi pesquisa, tanto en la biblioteca pública de la ciudad como en los diferentes museos o incluso en la escuela donde estudió mi padre, una escuela que queda a pocos metros de su casa natal. También me impactó la ausencia de huellas de la cultura judía. Una ausencia casi absoluta pese a que un siglo atrás era algo muy presente en la ciudad.


- ¿Cómo definirías los viajes que emprendés en relación con las búsquedas personales y la creación literaria?
- Muchos de mis libros son formas de viajar. Mis dos primeras novelas (“Agua” y “La mujer de Wakefield”) son viajes imaginarios. Años después hice varios viajes “reales” a China y eso se refleja de dos maneras diferentes: en una novela donde hay muchos ingredientes de fantasía como lo sugiere incluso el título (“El país imaginado”), pero también en “La máquina de escribir caracteres chinos”, un libro que mezcla crónica y ficción. Viajar me estimula, no solamente para escribir. Pienso que uno viaja, entre diversas razones, para sacudir la anestesia de la rutina. Para no permitir que muera “el placer juvenil de la expectativa”, como dijo una vez Italo Calvino. Pero también, para imaginar o tener la sensación de que vivimos otras vidas. Algo que, de hecho, también solemos buscar y encontrar en la ficción, en los libros. Viajamos y leemos para mantener viva la sorpresa, para no olvidar la abundancia del mundo y la variedad del hombre. Viajamos y leemos para sentirnos vivos.

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