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HISTORIAS DE POR ACÁ

¿Fantasmas o realidad? Una de las tantas historias incomprobables del viento Zonda

La fantasía y la realidad a veces tienen límites difusos. Cuando sopla el viento Zonda en Mendoza los sentidos se ven afectados y ocurren algunas cosas difíciles de explicar. O, al menos, eso dicen.

mujer zonda

Dicen que el viento zonda afecta el físico y el espíritu de las personas. Que trastorna sus vidas. Hay bastante de verdad y un poco de fantasía, tanto en el fenómeno climático como en sus consecuencias. Lo único que este escriba ha podido comprobar es que este viento caluroso y polvoriento modificó definitivamente la vida de Gervasio Bermúdez, el Tuerto Bermúdez. Al menos, así me lo contaron los vecinos y él mismo, mucho después. También lo certifican las actuaciones policiales.

La historia del Tuerto merecería haber sido escrita por Marcos Zonda, el seudónimo que usó don Armando Tejada Gómez para su novela “Cuatrocientas sudestadas”, que fue finalista del Premio Plaza y Janés, de 1981. Pero don Armando no conoció a Bermúdez y ahora no queda otra opción que cubrir esa falta con pluma mucho menos idónea.

Bermúdez vivía en Isla Chica, muy cerca de la cuenca casi siempre seca del Río Mendoza. Nadie recuerda muy bien si era nativo de esa zona y él mismo prefirió no aclararlo. Lo cierto es que vivía en una casita de adobe, muy modesta, en perfecta soledad. Los pobladores lo recuerdan como un tipo de unos cincuenta años, quizás sesenta, mal entrazado, callado, malhumorado y que prefería esquivar al resto de los mortales.

Vivía del trabajo rural temporario. En época de cosecha y de poda no hablaba con el resto de la cuadrilla y prefería trabajar lo más lejos posible de ella.

Las pocas veces que se lo veía caminando cerca de las casas era por las noches, cuando iba al almacén a comprar los vicios y algo de kerosén para el farol, ya que su casa no tenía luz, ni agua, ni nada. “Nunca me gustó mucho la gente. Desde chiquito fui así”, me contó cuando lo conocí.

En Isla Chica los pobladores lo tenían por loco y les inspiraba temor. Lo habían bautizado como “El Tuerto”, porque decían que le faltaba el ojo izquierdo. En realidad (lo pude comprobar después) su ojo derecho era extremadamente celeste, casi blanco, mientras que el otro era profundamente negro. “Así nací, mitad y mitad”, me dijo.

Más allá del temor que les generaba, el Tuerto era tenido en Isla Chica como un personaje del pueblo con el que nadie nunca había tenido problemas y al que nadie le prestaba mucha atención. Pero eso cambió una tarde de abril de 1983.

Fue una tarde de viento zonda. Dicen que sopló como pocas veces. Que cayeron 20 árboles añosos en esa zona y que la polvareda no dejaba ver nada. “Desde acá, no se veía ni el puente”, recordó un vecino, parado en la ruta 60 y señalando hacia el río que se veía a cincuenta metros.

A la mañana siguiente, cuando las vecinas regaban los patios y las veredas de tierra y amontonaban las ramas y las hojas, vieron a Gervasio Bermúdez caminando hacia el almacén acompañado de una mujer.

“Era morocha, de pelo largo, jovencita. No debería tener más de 25 años y era linda muchacha”, recordó la almacenera. “No me acuerdo que compraron. Creo que lo que llevaba siempre el Tuerto: yerba, azúcar, unas tortitas y esas cosas”, dijo, y agregó: “la chica no habló ni una palabra, pero sonreía y parecía una chica alegre”.

Desde ese día Bermúdez fue el comentario del pueblo. Durante meses, quizás más tiempo todavía, la gente del lugar se dedicó a hacer miles de especulaciones. Pero nadie se animó a preguntarle a él quién era esa muchacha, que llevaba siempre el mismo vestido floreado. Lo que todos aseguran es que la muchacha vivía con el Tuerto y que era su
mujer.

Los siguientes cinco años Bermúdez tuvo esposa. Se los veía caminar por el pueblo, a paso lento, a veces conversando entre ellos. Nunca nadie se animó a preguntarles sobre qué eran, quién era ella, cómo se llamaba, cómo había llegado hasta allí.
Pero, así como al comienzo había sido la gran novedad y el principal tema de conversación, la novedad desapareció y la atención sobre la pareja también, hasta una tarde de octubre del 88.

Fue otra tarde de viento zonda. Todavía se la recuerda por los daños que provocó el temporal, que voló algunos techos, arrancó árboles y dejó sin luz a Isla Chica por más de una semana.

A la mañana siguiente, cuando el viento ya era un recuerdo y mientras las vecinas barrían y acomodaban el desastre, el Tuerto Bermúdez apareció por el almacén para hacer sus compras. “Vino solo por primera vez desde que había aparecido con esa chica”, dijo la almacenera. Todos hacen el mismo relato: desde ese día, nunca más se vio a la muchacha.

Las especulaciones sobre su desaparición volvieron a ser el principal tema de conversación entre los vecinos. Tanta fue la inquietud que alguien denunció la ausencia de la chica a la policía. Horas después un patrullero llegó hasta el rancho de Bermúdez y se lo llevaron detenido. Más tarde el lugar se llenó de milicos, que dieron vuelta la casa y montaron un rastrillaje por la zona. Hasta perros trajeron. Así estuvieron varios días, buscando. El Tuerto estuvo detenido dos semanas. Después lo soltaron.

Los vecinos cuentan que se lo vio regresar a su casa, juntar dos bagayos y salir sin rumbo. Nunca más volvió. A los dos meses, por temor, alguno le prendió fuego a la casa.

Hace unos meses atrás, me encontré al Tuerto de pura casualidad. Ahora vive en un lugar solitario, más allá de El Divisadero. Su rancho debe parecerse a aquel de Isla Chica. Lo reconocí por su ojo celeste y su otro, negro. Él aceptó ser el Tuerto Bermúdez. Le pregunté por su mujer. “¿Qué mujer?”, me dijo. Le expliqué. “Yo nunca tuve mujer”, me respondió.

Le pregunté por sus 15 días de estadía en la comisaría. “Fue un invento de los vecinos. No sé por qué dijeron eso. Yo siempre viví solo. Los policías me preguntaron lo mismo que me dice usted y yo les contesté lo mismo que le contesto ahora: siempre viví solo. Acá tengo (y mostró unos papeles mugrientos) las actuaciones de la policía, en donde dicen que no hice nada malo”.

Tal cual dijo el Tuerto, las actuaciones certificaban que no había justificativo de aquella investigación que se inició esa tarde de octubre del 88. Que ni siquiera había una mujer con nombre a quien dar por desaparecida. “Y usted, ¿por qué cree que los vecinos dijeron eso y todavía lo cuentan?”, le pregunté.

“No sé. Debe ser porque la gente ve cosas raras cuando hay zonda. La verdad es que lo que el zonda trae, el zonda se lo lleva”

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